artículo De reflexión
Diferencias entre maestro, profesor y docente: Tensiones etimológicas y perfiles didácticos
Differences between maestro, profesor y docente: etymological tensions and didactic profiles
Diferenças entre mestre, professor e educador: Tensões etimológicas e perfis didáticos.
* Juan DaviD Zambrano-valencia
**miguel Ángel caro-lopera
*Magíster en Ciencias de la Educación. Integrante de los grupos de investigación DiLeMa y Didáctica de la Escritura - Didactext. Universidad del Quindío.
**Doctor en Ciencias de la Educación. Integrante de los grupos de investigación DiLeMa y Discurso Oral en el Quindío: de la Academia a la Cotidianidad – DOQAC. Universidad del Quindío.
OPEN ACCESS
DOI: https://doi.org/10.18634/ sophiaj.20v.1i.1216
Información del artículo
Recibido: agosto de 2022 Revisado: marzo de 2023 Aceptado: octubre de 2023 Publicado: marzo de 2024
Palabras clave: Docente, etimología, maestro, profesor, sistema didáctico.
Keywords: Teacher, etymology, master, professor, didactic system.
Palavras-chave:Docente, etimologia, mestre, professor, sistema didático.
Cómo citar: /how cite:
Zambrano-Valencia, J. D., & Caro Lopera, M. Ángel. (2024). Diferencias entre maestro, profesor y docente: Tensiones etimológicas y perfiles didácticos. Sophia, 20(1). https:// doi.org/10.18634/sophiaj.20v.1i.1216
Sophia-Educación, volumen 20 número 2. enero/junio 2024. Versión español
Resumen
Este artículo de reflexión, fruto de una investigación más amplia sobre los procesos de formación de docentes en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad del Quindío, estudia posibles diferencias conceptuales entre los términos maestro, profesor y docente, a partir de sus rasgos etimológicos, con la esperanza de precisar sus sentidos en el uso cotidiano, tensionar su conexión dialógica (aunque dialéctica), re-leer sus fundamentos y urdir una aspectualización de cada concepto en el marco del sistema didáctico. El presente trabajo responde a una metodología de corte histórico-hermenéutico que pone en diálogo los datos etimológicos con conjeturas derivadas de la retórica antigua, en relación con las cualidades del rétor (brillantez, honestidad, seguridad y jocundidad) y de los focos de la comunicación de aula desde logos, pathos y ethos. En dicho intento, este artículo ubica al maestro en el nodo del saber, asociado directamente al logos y al perfil de la brillantez; el profesor se relaciona con el ethos y los perfiles de la seguridad y la honestidad; mientras que el docente, único término privativo para los contextos de aula, se resalta en el nodo del estudiante, vinculado al pathos y al perfil de la jocundidad.
Abstract
This reflection article, which is the result of a broader investigation on teacher training processes in the Faculty of Education Sciences of the University of Quindío, studies possible conceptual differences between the terms maestro, profesor y docente , from its etymological features, with the hope of specifying its meanings in everyday use, stressing its dialogical (although dialectical) connection, re-reading its foundations and concocting a characteristic of each concept within the framework of the didactic system. The present work responds to pathos and ethos. In this attempt, this article places maestro in the node of knowledge, directly associated with the logos and the profile of brilliance. Profesor is related to the ethos and profiles of safety and honesty, while docente, the only exclusive term for classroom contexts, stands out in the student node, linked to pathos and the profile of jocundity.
RESUMO
Este artigo de reflexão, fruto de uma pesquisa mais ampla sobre os processos de formação de docentes na Faculdade de Ciências da Educação da Universidade del Quindío, estuda possíveis diferenças conceituais entre os termos mestre, professor e docente, a partir de seus traços etimológicos, com a esperança de precisar seus sentidos no uso cotidiano, tensionar sua conexão dialógica (embora dialética), reler seus fundamentos e urdir uma aspectualização de cada conceito no âmbito do sistema didático. O presente trabalho responde a uma metodologia de corte histórico-hermenêutico que coloca em diálogo os dados etimológicos com conjecturas derivadas da retórica antiga, em relação às qualidades do retor (brilhantismo, honestidade, segurança e jovialidade) e dos focos da comunicação em sala de aula desde logos, pathos e ethos. Nessa tentativa, este artigo situa o mestre no nó do saber, associado diretamente ao logos e ao perfil do brilhantismo; o professor se relaciona com o ethos e os perfis da segurança e da honestidade; enquanto o docente, único termo privativo para os contextos de sala de aula, se destaca no nó do estudante, vinculado ao pathos e ao perfil da jovialidade.
Alrededor del centro de los problemas de la investigación educativa gravitan inevitablemente problemas de investigación en lenguaje y comunicación. Buena parte de los debates educativos suponen discusiones atravesadas por la pragmática, por la reflexión retórica, por los usos, por los sentidos de la palabra. Parodiando a Wittgenstein (1988), podríamos decir que los límites de nuestro lenguaje determinan los límites de nuestras conquistas en la comprensión y transformación de lo educativo; en suma, los procesos de enseñanza y aprendizaje en todas sus modalidades, expresiones y niveles se ven permeados por ese principio que Irene Vallejo dejó en uno de los títulos de sus columnas de opinión: “en el principio fueron los labios” (2022: 1). De esta conclusión, que dialoga con diversas investigaciones del grupo en Didáctica de la Lengua Materna y la Literatura (DiLeMa)1, bebe el presente artículo de reflexión, en torno a la imagen del maestro, el profesor y el docente, miradas en su origen y caracterizadas desde una doble lente: etimológica y didáctica. Así las cosas, desviamos la mirada de lo que sucede en el aula de clase alrededor de procesos de enseñanza y aprendizaje de la lengua, para centrarnos en el ethos de los agentes que intervienen en la mejora de dichos procesos (Camargo, Uribe y Caro, 2006-2007; Camargo, Uribe y Caro, 2008-2009; Camargo, Uribe, Zambrano, Muñoz y Medina, 2008-2011; Camargo, Uribe y Caro, 2011-2012; Zambrano, López y Orozco, 2014-2015; Camargo, Uribe y Caro, 2015-2016; Camargo, Uribe, Zambrano, Parra y Muñoz, 2016-2017; Camargo, Uribe, Zambrano y Parra, 2018-2020; Zambrano, Parra, Camargo, Uribe y Rubio, 2021-2022). Detrás de estos proyectos, la situación problemática que se dibuja tras bambalinas da cuenta de un uso indistinto, inconsciente, automático y, por lo regular, sinonímico de los vocablos maestro, profesor y docente. Nos negamos a admitir que esto sea factible, en virtud de la imposibilidad de sinonimias perfectas, pues ya lo advertía Jankélévitch: “la sinonimia no es más que un casi” (2012: 46).
Por ello, ante esta provocación latente, en una pesquisa sobre los procesos de formación de docentes en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad del Quindío, nos preguntamos: ¿Es posible establecer diferencias etimológicas y didácticas entre los conceptos de maestro, profesor y docente que posibiliten tensiones
1. El grupo DiLeMa centra su labor investigativa en la identificación de problemas relacionados con la didáctica de la lengua materna y la literatura, en el análisis de los factores que los determinan, en virtud de referentes teóricos, y en el diseño, ejecución y evaluación de planes de intervención desde un enfoque sociocultural, con el fin de establecer una relación coherente entre teorías de la enseñanza y el aprendizaje y teorías lingüísticas y litera- rias que den respuesta a la pregunta sobre el papel fundamental del lenguaje en el uso, en la construcción de sentido y en el proceso de desarrollo cognitivo (DiLeMa, 2019).
entre ellos? Si es así, ¿cuáles son los rasgos constitutivos de los mismos? ¿Qué marcos de referencia permitirían esta dilucidación? ¿Resulta factible partir de sus características? ¿Qué aportes del sistema didáctico y de la retórica antigua nos permitirían tejer bases teóricas para reflexionar sobre estos conceptos? ¿Cuáles son sus perfiles didácticos? A la luz de esta encrucijada, las cuestiones que siguen revisten importancia: ¿Cuál es el sentido de dichos conceptos en el uso cotidiano? ¿Cómo llegar a un consenso académico que permita asumirlos con diferencias de principio?
Pretendemos responder esas cuestiones a través de contrapuntos que suponen una ilación entre varias categorías: sistema didáctico desde las ópticas de Chevallard (1991), Mendoza, López y Martos (1996), Bronckart y Schneuwly (1996), Camps (2004), Bombini (2018), Calderón (2018), Munita y Margallo (2019), Aliaga (2019), Cuesta (2019), Riera-Flores y Romo-Maroto, (2020), López y Encabo (2021), Guillén y Sanz (2021); etimología, desde las bases que cimentaron Covarrubias2 (1611), Monlau (1856) y Corominas (1973), y fortalecen Buitrago y Torijano (1998), Arana (2007), Álvarez (2012) y Soca (2021)3; retórica antigua, en especial los atributos del rétor (brillantez, honestidad, seguridad y jocundidad) y el sistema retórico (logos, pathos y ethos), de acuerdo con Aristóteles (2005), Cicerón (1997) y Quintiliano (2004). Definimos brevemente las categorías que representan las fuentes principales de esta indagación.
El sistema didáctico funda un nexo que tiene lugar en tres subsistemas: saber, docente, alumno, deslindados por su relación ternaria (vínculo didáctico) que permite transponer los saberes científicos en saberes adaptados a las restricciones de la enseñanza y el aprendizaje en el aula de clases (Chevallard, 1991). Desde este espectro, la didáctica constituye una disciplina de intervención, teoría en acción, que se propone ampliar el saber de los estudiantes y modificar su comportamiento (Mendoza, López y Martos, 1996; Bombini, 2018; Calderón 2018; Munita y Margallo, 2019; Cuesta, 2019; López y Encabo, 2021); es decir, que centra su atención en los dinámicos y complejos procesos de enseñanza y aprendizaje (Camps, 2004; Aliaga, 2019; Riera-Flores y Romo-Maroto, 2020; Guillén y Sanz, 2021), al tiempo que se sirve de tres momentos secuenciados que cristalizan su aplicación en terreno escolar: (i) identificación y conceptualización de problemas; (ii) análisis de las condiciones de intervención didáctica y del contexto; (iii) elaboración de propuestas (Bronckart y Schneuwly, 1996). Comprendemos la didáctica, por ende, como sistema.
De otro lado, posicionamos el concepto de etimología desde sus propios orígenes como “el sentido verdadero de una palabra” (Corominas, 1973: 260) o como “la esencia de la palabra, razón de que una voz sea lo que es” (Monlau, 1856: 1), gracias al estudio de “su origen, historia y cambios de forma y significado” (Arana, 2007: 21). Así las cosas, a lo largo de su propio devenir, la palabra etimología experimenta conjeturas juguetonas en cuanto a los orígenes de sus posibles componentes, tal como lo propone Pinker (2007) cuando la define como “el estudio de cosas que son difíciles de tragar” (391). Ciertamente, este asunto de encontrar la esencia de una palabra resulta bien difícil de tragar, en virtud de lo que reconoce Soca (2021):
el sentido actual y verdadero de las palabras raramente coincide con su origen y el término etimología no es una excepción; hoy designa “la parte de la gramática que estudia el origen de las palabras” y no ya su significado “verdadero” (216).
Ya la pragmática, afianzada en Wittgenstein (1988), nos recuerda que, para el caso de lo etimológico, lo que vemos como definiciones no es otra cosa que usos; no en vano, el mismo Soca declara que “en cualquier idioma, el ‘verdadero’ significado de las palabras es el que le dan sus hablantes y que los diccionarios vienen después, para recoger lo que el uso ya consagró” (2021: 216).
En cuanto a lo metodológico, estructuramos la pesquisa mediante un enfoque cualitativo, pues intentamos pensar la naturaleza profunda de las realidades educativas (Martínez, 2004) a través de una re-lectura de los conceptos de interés, la cual integra una pluralidad de aspectos inherentes a su ser; y asumimos el paraguas del paradigma interpretativo, puesto que “la hermenéutica tendría como misión descubrir los significados de las cosas, interpretar lo mejor posible las palabras [...] el comportamiento humano, así como cualquier acto u obra suya, pero conservando su singularidad en el contexto de que forma parte” (102). Nos proponemos, por tanto, reflexionar acerca de los conceptos de maestro, profesor y docente, con el fin de tensionarlos desde una doble mirada: etimológica y didáctica, lo que supone: 1) precisar los rasgos constitutivos de cada concepto desde su
2. Optamos por esta grafía para el apellido Covarrubias, en atención a la tradición académica, aunque en la revisión de las versiones del libro original se detecten inconsistencias al respecto, como Cobarruvias o Covarruvias.
3. Se enriquece el panorama de los estudios etimológicos, a partir de las contribuciones de trabajos que se mueven por los ámbitos de la terminología y la lexicografía; para el efecto, podríamos citar los aportes recientes de Ayala (2018), Munévar-Salazar y Bernal-Chávez (2018), Blanco-Correa, Salce- do-Lagos y Kotz-Grabole (2020), Cisneros-Estupiñán, Olave-Arias y Serna-Pinto (2020), Fernández-Silva, Kerremans, Zuluaga-Molina y Hernández-Sán- chez (2021), Barrera-Linares (2021), Ruiz-Vásquez (2021), Saldívar-Arreola (2022) y Luan (2022).
etimología; 2) cruzar críticamente los conceptos con la didáctica y la retórica griega y latina; 3) delimitar sus perfiles didácticos con base en dichos cruces; 4) precisar el sentido de tales conceptos en el uso cotidiano.
Justamente, atender a estos objetivos abre una ventana para discernir al maestro como el más grande, porque ilumina caminos cual “faro, brújula o estrella polar” (Vásquez, 1999: 120), y con su brillantez discursiva, capacidad lógica y vigilancia epistemológica desborda sapiencia; al profesor, como aquel que habla delante de la gente (los alumnos), dado que prevalece su capacidad de orador destacado, se encuentra en condición de mover y deleitar a la audiencia, proyecta una imagen honesta y segura, y se piensa cual actor; y al docente, como quien busca enseñar y hacer que alguien aprenda (Álvarez, 2012) y cual sembrador u oráculo (Vásquez, 1999), se caracteriza por su jocundidad, a más de la fuerza triádica del logos, el ethos y el pathos.
En el marco de una didáctica –concebida desde Chevallard (1991)– como sistema, son claras las tensiones de orden etimológico que se advierten entre los tres elementos interrelacionados que deberían funcionar como unidad: el docente, el estudiante y el saber. Allí alcanzamos a descifrar los movimientos de un péndulo que oscila entre el nodo de un docente con sus propios estilos de enseñanza (o en el decir de Vásquez, avatares) y el nodo de estudiantes plurales y diversos con sus propios estilos de aprendizaje, lo que define un saber que se adopta y que se adapta o, en términos de Chevallard, se transpone. Por el entramado que definen estos nodos, circulan procesos dinámicos aupados por el diálogo y la interacción; uno de ellos corresponde a la enseñanza, que se despliega en nombre de tácitos contratos didácticos4 que se irradian desde el nodo del docente; el siguiente tiene que ver con la transposición didáctica, que se opera en el nodo del saber a la luz de las transacciones gestadas entre los actores de aula, y que determina, a su vez, lo que se evalúa en el salón de clases y fuera de él; y el otro es el del aprendizaje, que discurre en el nodo del estudiante y que se define, según Pozo (2016), como “cambio relativamente permanente y transferible en los conocimientos, habilidades, actitudes, emociones, creencias, etc., de una persona como consecuencia de sus prácticas sociales mediadas por ciertos dispositivos culturales”
(64). Dicho sistema, considerado como núcleo duro de investigación por el mismo Chevallard (1991: 26), podría
ilustrarse, grosso modo, de la siguiente manera:
Figura 1. Sistema didáctico (Chevallard, 1991)
Fuente: Elaboración propia.
4. Posicionamos esta idea desde las concepciones de Brousseau, en términos de que “cada uno, el maestro y el alumno, se hacen una idea de lo que el otro espera de él y de lo que cada uno piensa de lo que el otro piensa… y esta idea crea las posibilidades de intervención, de devolución de la parte adidáctica de las situaciones y de la institucionalización” (2007: 70).
En este marco de interacciones, aspiramos a ubicar los conceptos de maestro, profesor y docente. Apostamos, desde la base de sus etimologías, por una idea de usos dinámicos y en ningún momento sinónimos que tienden, por sus rasgos distintivos, hacia alguno de los nodos del sistema didáctico antes expuesto. Así las cosas, como lo explicaremos más adelante, el concepto de maestro estará cercano al del saber y, por lo mismo, al mundo del logos en el sistema retórico; el de profesor se asociará, no solo por su nominalización, sino también por su función, al nodo del mismo nombre y al perfil del ethos; y el de docente, como parte central de esta apuesta argumentativa, al nodo del estudiante y al complejo universo del pathos, tal como se advierte en el siguiente esquema:
Figura 2. Asociación de los conceptos con los polos del sistema didáctico
Fuente: Elaboración propia.
Conviene también decir que estos conceptos atesoran usos distintos en otras culturas. En algunos países de América –Venezuela y Argentina, por ejemplo–, se utiliza maestro para hacer mención de aquel que educa en preescolar y primaria; profesor para nombrar a quien trabaja en secundaria, mientras que a la persona que forma en el ámbito universitario se le podría llamar docente (solo en Venezuela) o profesor. También pervive en el imaginario colectivo la creencia de que el maestro no posee la suficiente formación disciplinar, dado que orienta todos los espacios académicos (“sabe poco de cada asignatura”5). Por el contrario, el docente y el profesor, en vista de que se especializan en áreas de conocimiento concretas, disponen de mayores saberes disciplinares y, por consiguiente, gozan de un mejor estatus. En México, por su parte, se utiliza la expresión maestro para señalar el grado académico de maestría; la voz profesor supone mayor versatilidad, puesto que logra convertirse en docente cuando refiere a quien comunica información; y, ocasionalmente, adopta el rostro de practicante o consultor; y si se habla del que domina un arte o tiene conocimiento más elevado en su campo, profesor alcanza la categoría de maestro. El uso de docente parece reducirse, por lo menos en algunas esferas sociales, a la comunicación de información y a la transmisión de técnicas o herramientas a un aprendiz, independientemente del nivel de escolaridad y del tipo de educación (formal, no formal, informal); en otras palabras, un profesor o un maestro podrían hacer las veces de un docente. Con la misma suerte corre esta última voz en Argentina.
En Colombia hallamos usos indefinidos sobre los tres términos. Es habitual escuchar que se asumen en condición de sinónimos para aludir a quien enseña en cualquier nivel de escolaridad. Hay más. En el Servicio Nacional de Aprendizaje – SENA optan, más bien, por los términos instructor o facilitador; a su vez, los colegios de la Policía Nacional de Colombia nombran profesor a quien orienta talleres, jornadas de capacitación u ofrece charlas por un tiempo limitado; mientras que el instructor acompaña todos los procesos formativos de los alumnos en cada momento. En Estados Unidos, a diferencia de los países latinos citados, se usa professor para aludir al más alto nivel de un educador, el cual se ha especializado en un campo y con regularidad ejerce su labor en universidades o colleges. Teacher, en cambio, se refiere a educadores de niveles de especialidad inferiores en el área de énfasis; usualmente se llama así al profesional que trabaja en escuelas, colegios, institutos o academias.
5. En Yoga (uno de los múltiples escenarios que podríamos explorar para continuar ilustrando este cruce de usos), el maestro ocupa la más alta catego- ría. De acuerdo con su estructura de rangos o niveles, primero se alcanza el nivel de instructor, luego el de profesor y, mucho más tarde, el de maestro, gran maestro y gran maestro de maestros.
Entretanto, en España, maestro denota la función docente que se desempeña en la primaria; profesor, la que se desempeña en secundaria y en el mundo universitario; ambos conceptos atañen a los tramos del sistema educativo. Docente es un término abarcador inherente a toda persona cuyo oficio conlleva enseñar en contextos de educación, pero también, con menor frecuencia, se utiliza enseñante (enseignant, en francés). El concepto maestro, a la vez, se usa en su sentido etimológico (magis) como concepción honorífica al reconocimiento de méritos (maestro de pintura, de música, entre otros). En Alemania, el significado de las expresiones toma distancia de los usos en países hispanohablantes; al fin y al cabo, a diferencia de las lenguas romances, el alemán, por sus orígenes en familias indoeuropeas germánicas, se acopia de otras tradiciones etimológicas. Maestro apunta a una especialización en algún oficio (maestro en electricidad, en obra de construcción, en corte de cabello…). Se trata, pues, de personas que no cuentan con formación universitaria, pero se han especializado en una profesión. Por su parte, el profesor es quien cursa un programa académico universitario, estudia un doctorado y luego, si lo desea, se titula como profesor (de allí que haya un número exiguo de profesores en Alemania). Un docente es el que cursa un programa académico, tiene formación doctoral y puede enseñar en el ámbito universitario, pero ello no es suficiente para mutar en profesor. Además, los alemanes utilizan la voz lehrer para referirse a maestro (en el sentido venezolano) o profesor de escuela; este no precisa de especialización ni de doctorado.
Notamos, entonces, que los tres conceptos, lábiles por aquella variadísima encrucijada de usos, se podrían enfrentar a definiciones tan heterogéneas y extensas, igual que culturas habitan el mundo y gramáticas se extienden en el universo de la palabra.
Hechas estas aclaraciones, pasemos al centro de nuestras conjeturas.
La referencia obligada para los estudios acerca de la etimología del término maestro viene de Sebastián de Covarrubias (1611), quien identifica en la raíz latina magister la clave para el sentido de “docto en cualquier facultad de ciencia, disciplina o arte [que] la enseña a otros dando razón de ella” (533); soslayamos la similar descripción a la que se adscribe Corominas (1973: 373) y la del mismo diccionario de la Real Academia, para resaltar, más bien, la acotación que añade Arana (2007): “el que es más” (412). Este rasgo de superioridad se pondera en la reflexión de Álvarez (2012), cuando se detiene en la forma de acusativo magistrum como la génesis de un sentido en el mayor grado de significación posible: algo así como la expresión hiperbolizada y redundante “el más mejor”. En su texto, destaca Álvarez que “el más mejor o el jefe de una escuela ha de ser forzosamente el maestro, ya que sabe más que sus alumnos” (2012: 1). La fuerza de este superlativo trasciende el ámbito escolar; de hecho, el mismo Covarrubias ya lo advertía para el caso del maestro de capilla, de ceremonias, de obras y de esgrima (1611: 533) y, por su parte, el mismo Álvarez lo desglosa para el mundo musical del que resalta la expresión ¡música, maestro!, “en la que el tal maestro no es que sea docente de la música, sino que es el más mejor de los músicos presentes” (2012: 1).
Así las cosas, al maestro lo abriga la brillantez, porque sobresale y es excepcional. Su mundo cultural resulta grandilocuente, pero también lo es la agudeza de sus reflexiones y la actitud suspicaz frente a un mundo que cuestiona y una realidad que pone en crisis. Su suficiencia, al parecer, se encuentra determinada por la vía intelectual hacia la persuasión. En otras palabras, argumenta desde la razón y ofrece pruebas objetivas, pues enseña desde el logos, es decir, informa y argumenta (Plantin, 2014). Podríamos conjeturar que el maestro “persuade a los oyentes por medio del discurso cuando demuestra lo verdadero o lo verosímil sobre la base de lo que en cada caso es apto para persuadir” (Aristóteles, 2005: 45), lo cual resultaría impensado sin una decidida vigilancia epistemológica (Chevallard, 1991) de los marcos teóricos de los que abreva una disciplina. El maestro, en síntesis, desde su condición de “el más mejor”, ilumina los senderos del saber y crea ventanas enciclopédicas.
La palabra profesor se asimila, según Covarrubias y Corominas, al agente que encarna el acto de profesar, como derivado del verbo latino profiteri, que incorpora el prefijo pro desde la condición de hacer algo –en este caso, confesar la fe– delante de un público. Desde dicha inscripción de corte irrecusablemente religioso, el profesor queda impregnado del oficio de “hacer profesión de una cosa” (Covarrubias, 1611: 597) o del “declarar o enseñar en público” (Corominas, 1973: 477). No en vano Soca (2021) anota que “los primeros cristianos fueron también los primeros profesores de la historia, porque ‘profesaban’, es decir, declaraban públicamente su fe, aunque pudiera costarles la vida” (417). Desde allí el sentido se traslada a escenarios más amplios como el educativo, en el caso de aquel “que habla públicamente para enseñar a otros” (Buitrago y Torijano, 1998: 419) o de aquel
que simplemente “habla delante de la gente” (Álvarez, 2012: 1), en clara alusión a las esferas semánticas de una profesión o quehacer profesional no necesariamente ligados al aula; de ahí que, en el diccionario de la Real Academia, la acepción para el sustantivo profesor se bifurque entre los verbos enseñar y ejercer, lo que nos permite también aplicar el término a quien desde el deporte u otros ámbitos, ejerza su profesión y la comunique, sin necesidad de llevarla al tablero.
El profesor, por tanto, destaca por su bien decir para persuadir, que implica un interés marcado por la idea y la palabra (qué dice y cómo lo dice), lo cual, presumimos, conforma el hado de un orador elocuente que se ocupa de la fuerza y de la belleza del discurso para mover y deleitar a los oyentes; cuyo genio (el del profesor) no podría alcanzar un nivel de persuasión efectivo –desencadenar una acción: “hacer pensar, hacer decir, hacer experimentar y, finalmente, hacer hacer” (Plantin, 2014: 31)– sin la configuración de un ethos que influya decisivamente en la audiencia: una imagen que produzca credibilidad producto de la seguridad y la honestidad.
Ya decía Aristóteles (1986: 44-45) que
se persuade por medio del carácter moral cuando se pronuncia el discurso de tal manera, que haga al orador digno de ser creído, porque a las personas buenas les creemos más y con mayor rapidez, en general, en todos los asuntos, pero principalmente en aquello en que no hay evidencia, sino una opinión dudosa. Pero conviene también que esto suceda por medio del discurso y no porque la opinión haya anticipado este juicio respecto del orador. Pues no ocurre como dicen algunos preceptores de elocuencia, los cuales en el arte de la Retórica presentan la probidad del orador como que de nada sirve en orden a la persuasión, sino que el carácter moral, por así decirlo, posee casi la mayor fuerza probatoria.
Salta a la vista que ese carácter moral del que es digno de ser creído tiene que ver mucho con el profesor que, como profesional de la palabra, como expresión máxima de su ethos, ejerce, vive –profesa– su saber.
Al superlativo dominio de un maestro y al hablar destacado del profesor, la etimología del término docente no pareciera, en principio, agregar rasgos profundamente distintivos, pues resulta más bien transparente su proveniencia del verbo latino docere (enseñar), tal como lo indica Arana (2007); aparentemente estaríamos ante un sinónimo bastante cercano a los dos términos anteriores, de no ser por la fina aclaración que introduce Álvarez (2012), quien propone al término docente como hiperónimo que engloba al maestro y al profesor, en virtud del sentido literal que expresa el verbo docere como “hacer que alguien aprenda”. Esto lleva al autor a indicar que “un docente es, ni más ni menos, aquel que enseña, sin hacer distinción de especialidades, edades, etc.” (2012: 1). Esta apuesta interpretativa va de la mano de dos hechos para nada despreciables; el primero, la cercanía que Álvarez anota con el verbo defectivo decet que impregna al término docente del sentido por “lo conveniente o lo apropiado” (2012: 1); y el segundo, el uso privativo que el vocablo docente –a diferencia de los otros dos– introduce para los escenarios de aula; en este caso, solo hay un docente: el que lo hace todo –desde lo conveniente o lo apropiado– para que el otro aprenda.
El docente, en este sentido, lee los múltiples rostros de sus estudiantes (sus oyentes), pues hace gala de una sagacidad especial para reconocer los distintos auditorios que habitan el aula, esto es, la poliacroasis (Albaladejo, 2009) consustancial a los procesos formativos y palpitantes en el salón de clases, toda vez que cada alumno es un escucha e interpreta de un modo particular un discurso. Así pues, el docente pone delante al estudiante, es capaz de instruir desde el cerebro del que aprende, se preocupa tanto por el enseñar como por el aprender y deliberadamente influye en la opinión, la actitud o el comportamiento de sus estudiantes –los persuade– (Grize, 2008), por lo cual aducimos que rivaliza con la obsolescencia biológica y moral del conocimiento y la obsolescencia didáctica.
En esta realidad, el pathos constituye un recurso primordial que, en interacción con la jocundidad, permite conferir emoción al discurso del docente para emocionar al auditorio, pues “se persuade por medio de la disposición de los oyentes, cuando fueron conmovidos por el discurso; porque no juzgamos de igual manera cuando estamos tristes que cuando estamos alegres, o cuando amamos que cuando odiamos” (Aristóteles, 2005: 45). Nos preguntamos, verbigracia, si en la naturaleza del docente podrían coexistir propiedades del maestro y del profesor, o si debería el docente conquistar, en disposición coral, las cualidades del uno y del otro. Lo cierto es que concebir al docente, como término propio para el protagonista que gestiona los complejos procesos de aprendizaje –o, en otras palabras, aquel que lidia con el tantas veces azaroso pathos de sus estudiantes– nos hace pensar en la consumación de un ciclo didáctico y retórico, en el que maestro, profesor y docente ocupan lugares distintos, complementarios y estratégicos a lo largo y ancho del sistema didáctico. Estos tres términos que, a modo de roles, habitan en la misma persona nos hablan de la polifonía esencial que exige un oficio de tan alta complejidad como el de enseñar para que el otro aprenda; un compromiso con el saber –propio del maestro–, con el de proyectar el
ethos de una profesión –el del profesor– y con el intentar que el otro aprenda –el del docente–.
La figura 3 cumple una función sumaria de los atributos principales de estos conceptos y sus intersecciones:
Figura 3. Aspectualización del maestro, el profesor y el docente
Fuente: Elaboración propia.
Perfiles didácticos del maestro, el profesor y el docente
El maestro
Consideramos, por lo dicho hasta este pasaje, que el conjunto de rasgos particulares que caracterizan didácticamente al maestro supera el aula de clases y descansa en su envergadura investigativa, pues se sabe hondo y diverso a raíz de marcos de referencia y diseños metodológicos vastos, toda vez que entiende que se investiga para resolver problemas teóricos y prácticos, y aportar de modo significativo al conocimiento. Desde una capacidad singular para cavilar, problematiza los saberes, abre ventanas epistemológicas y asume con profundidad resolutiva las preguntas de sus alumnos, dado que hace gala de una competencia enciclopédica o un mundo cultural especial; este rol prominente comprometido en todo momento con la construcción de conocimiento, nos recuerda al maestro con el avatar de faro, brújula o estrella polar, según Vásquez; un maestro que “sirve de luz, de guía para que las naves –alumnos– no se pierdan entre la noche, entre la fuerza de las olas y el sin rumbo de la oscuridad” (1999: 120). De otro lado, sus estrategias y salidas curriculares nacen en respuesta a exigencias que estriban en la noosfera chevallardiana y toman forma en reflexiones sobre lo fundamental. Privilegia la recuperación de la memoria histórica y cultural de su región, en vista de que es movido por su compromiso moral y ético con lo social. Su perfil didáctico, por ende, hace del maestro un académico modelo para las comunidades educativas y la nación; un investigador sociocultural en los términos de la metáfora del jardín de Cole (1995), en la que la cultura aflora como el crisol de las reflexiones. Cual jardinero, el investigador sociocultural discierne tanto los asuntos que tienen lugar en el sistema que estudia, como los que acontecen en el entorno del mismo; esta metáfora dialoga de manera estrecha con el avatar que propone Vásquez de sembrador, maestro consciente de “algo que merece ser cuidado permanentemente, de la deshierba oportuna, del abono y de la prevención; del preparar la tierra, del arado; pero, además, de algo que está sujeto también a los avatares del clima o del viento” (1999: 118). De ahí que el maestro y el docente trencen una yuxtaposición en el campo de la intervención de aula.
El perfil didáctico del profesor alza sus atributos en la puesta en escena y las técnicas de emisión del discurso (actio), por cuanto opera deliberadamente como un actor que infiere las implicaciones persuasivas del lenguaje kinésico (gestos, mirada, movimientos del cuerpo y postura) y la organización del espacio en la comunicación, a saber, el uso intencionado del lenguaje silencioso (Vásquez, 2008), de la dimensión oculta (Hall, 1972): la proxémica. El profesor expresa desde lo verbal, pero también a partir de lo no verbal y lo paraverbal. Colma de significación el cuerpo, el espacio del aula y el discurso. Todo esto encuentra adecuada descripción en el perfil que, para el avatar de actor, nos propone Vásquez (1999); allí el profesor que sale a escena “empieza la actuación. Nada es gratuito: ni el decorado, ni los efectos, ni el vestuario” (121). Más aún, descuellan sus capacidades para interiorizar ideas, organizarlas en su memoria de larga duración y recuperarlas estratégicamente al hablar en tablas (y de cara a relaciones) simétricas o asimétricas, frente a auditorios reducidos o extensos que prevé; y dadas las circunstancias, en virtud de la diversidad de sus interlocutores o la faz de una comunidad discursiva, elige los medios adecuados para transparentar sus palabras y provocar claridad en sus múltiples escuchas, lo cual afianza una interrelación directa con el docente.
La efectividad discursiva del profesor reside, parodiando a Carlino (2006), en el habla pública, que se produce en el contexto de justificación; y en el habla privada, que se vincula en mayor medida con el contexto de descubrimiento. La primera se dirige al otro (sus estudiantes), mientras que la segunda a sí mismo. Al habla pública la delimita el habla privada, ya que esta última transcurre en la intimidad, en los “senderos personales”, en el laboratorio didáctico-secreto del profesor (su tramoya): conocer la cuestión, trazar planos, hablar, revisar y volver a hablar, perfeccionar. Y solo cuando elabora un discurso digno de sus alumnos, lo divulga y defiende en el aula: lo publica en el ágora moderna. En todo esto el profesor se nos parece –desde el ya citado Vásquez– al anfitrión de un banquete “que prepara las viandas o las dispone en la mesa”; aquel profesor que, como especialista del habla pública y privada, está atento de “no perder ningún detalle, de fijarse tanto en el sabor como en el color y el contraste de los diversos platos al estar frente a los ojos del alumno” (1999: 120).
Debido a que el docente se erige especialmente en el salón de clases, su carburante proviene de los desafíos de los procesos de enseñanza y aprendizaje. Creemos, por ello, que su perfil didáctico halla abrigo en los mandamientos del aprendizaje postulados por Juan Ignacio Pozo (2000: 339-348), que resumimos enseguida: el docente parte de los intereses y motivos de los aprendices; así como de sus conocimientos previos; dosifica la cantidad de información nueva; logra que sus alumnos condensen y automaticen los conocimientos básicos; diversifica las tareas y ambientes de aprendizaje; diseña las situaciones de aprendizaje en función de los contextos y para la recuperación de lo aprendido; ordena y enlaza unos aprendizajes con otros, con el objeto de explicitar las relaciones entre estos; promueve la reflexión de sus alumnos sobre sus saberes; traza problemas de aprendizaje o tareas abiertas y fomenta la cooperación de los estudiantes para su resolución; e instruye a los alumnos en la planificación y organización del trabajo propio. Parece conveniente advertir que este acervo pedagógico caldea su ser en las enseñas didácticas del maestro y el profesor.
En el mismo sentido, ancorados de momento en Rudyard Kipling (2010: 83), el docente atesora servidores probos que le permiten pensar el aula y sus circuitos de acción y reflexión: “qué y dónde y cuándo y cómo y por qué y quién [y para qué]”. En suma, el docente se pregunta: ¿A quién se va a enseñar? ¿Qué saber se debe enseñar? ¿Por qué y para qué ese saber entre los numerosos posibles? ¿Cuáles son las nociones fundamentales que se han de enseñar? ¿Cuál será la secuenciación e interrelación de esas nociones? ¿Cómo se va a enseñar?
¿Qué clase de ejercicios y trabajos se propondrán? ¿Cómo se va a evaluar? Significa ello que asume de manera íntegra los saberes teóricos del énfasis o especialidad, además de los saberes profesionales que le facultan para enseñar el énfasis a través de un proceso total de selección, reducción, simplificación y reformulación de las disciplinas científicas. En tal intento por conseguir que el otro aprenda, el docente despliega avatares diversos: desde el partero que, a partir de una bien lograda mayéutica, “está presente, a las afueras, al lado, al borde, para asistir, para ayudar, para jalar o dar ánimos, para recibir entre sus manos la hermosa fragilidad de una vida nueva, reciente y aún tibia” (Vásquez, 1999: 118), hasta el puente o escalera, a través del cual “las aguas se intercomunican, las distancias se acortan”, o el traductor, “capaz de poner en un lenguaje accesible para todos lo que lee en otra lengua solo legible para algunos. Traductor porque posibilita el encuentro, porque propicia el diálogo entre mundos disímiles” (Vásquez, 1999: 121). En pocas palabras, el docente no enseña lo que sabe, enseña lo que es.
Los perfiles didácticos hasta aquí descritos bien podrían ampliarse aún más, gracias a los caminos epistemológicos que estas etimologías de maestro, profesor y docente determinan. Sin embargo, todos ellos apuntan al hecho irrefutable de que no existe una única manera de ser maestro, profesor o docente, más aún si cualquier rol o avatar adoptado puede acarrear inevitables tensiones o efectos perlocutivos adversos en la interacción del aula, según los estilos de aprendizaje de los estudiantes y las circunstancias complejas del acto educativo6.
En este artículo de reflexión, a la luz de investigaciones más amplias acerca de los procesos de formación de docentes, le hemos seguido la pista a posibles diferencias etimológicas entre los conceptos de maestro, profesor y docente, a partir de sus rasgos constitutivos. Desde los trabajos de Covarrubias (1611), Monlau (1856), Corominas (1973), Buitrago y Torijano (1998), Arana (2007), Álvarez (2012) y Soca (2021), hemos destacado para el vocablo maestro (derivado del latín magister) la presencia de un máximo superlativo que podría sustentarse en la expresión redundante “el más mejor”, lo que emplaza al concepto hacia el más alto sitial en el dominio de un saber no necesariamente en el ámbito educativo; en cuanto a la palabra profesor (del verbo latino profiteri), emergen los sentidos relacionados con el profesar un saber y el ejercer una profesión delante de un público; y en cuanto al término docente (del verbo latino docere), el sentido se especializa en labores privativas de aula, alrededor de la gestión de aprendizajes o del intentar hacer que alguien aprenda.
Si nuestras conjeturas son ciertas, de esto se desprende que, para el maestro, emerge la cercanía con el saber sabio (una prueba de su brillantez), el logos profundo y la competencia cultural como signo de su ser; para el profesor, las capacidades oratorias, la honestidad en el habla (una muestra de la seguridad de la palabra) y el interés especial por la elaboración de un ethos que se resguarde en la confianza; y para el docente, el saber enseñable, la preocupación por el aprendizaje y por el aprendiz (viva señal de la teoría en acción que supone la didáctica), la jocundidad de la clase y un pathos no solo desde el deleite de quien aprende, sino también de quien enseña.
Estas diferencias derivan en perfiles didácticos que, por su diversidad y complementariedad, nos hacen pensar que, en el marco del sistema didáctico, podríamos aspirar a cubrir los tres conceptos de modo simultáneo, a la manera de roles que se intersectan en un plano polifónico: ser maestros de nuestras disciplinas (mediante el dominio del saber que adoptamos y adaptamos), profesores que dan testimonio de su compromiso profesional ante su comunidad discursiva (a través de la comunicación proficiente y cualificada), y docentes forjadores de didácticas (gracias al despliegue de estrategias motivacionales, cognitivas y metacognitivas) en procura de estimular el aprendizaje de los estudiantes.
Si bien alrededor de este tema son muchas las consideraciones que se podrían integrar desde las diferentes esquinas de las ciencias de la educación, consideramos que propiciar la reflexión en torno a estos tres conceptos –en el seno, por ejemplo, de Escuelas Normales y Facultades de Ciencias de la Educación– resulta pertinente y necesario, no solo porque derrumba falsas sinonimias y usos acríticos del lenguaje, sino también porque caldea la relectura de las visiones de mundo que estos tres términos arrastran a lo largo de su historia, porque abre ventanas para fundar sus bases epistemológicas, y porque proyecta la discusión hacia lo que buscamos ser en el futuro próximo de nuestras aulas: ¿maestros?, ¿profesores?, ¿docentes? He ahí la cuestión.
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6. Definir perfiles didácticos arrastra siempre diversos peligros; por ejemplo, para lo que hemos propuesto en este apartado, el maestro faro, brújula o estrella polar, puede terminar en que “solo se señala el norte, no se desvía, no cambia, mantiene una posición” (Vásquez, 1999: 120); en el caso del sembrador, el riesgo consistiría en que “por querer podar la planta, por quererla limpiar de maleza […] termina por cortar su esencia” (118); para el del profesor actor, el peligro estribaría en que se engolosine con lo accesorio y busque solo el aplauso (121); para el desempeño del profesor anfitrión, el temor radica en que, en su afán de invitar y sugerir, olvide que muchas veces hay que forzar al alumno a consumir ciertos alimentos, “so pena de un crecimiento endeble o un raquítico desarrollo humano”, por cuanto su tarea oscila entre “elija lo que quiera y abra la boca” (120); para el docente partero, emerge el riesgo de que tantas preguntas retadoras susciten en estudiantes introvertidos y excesivamente reflexivos un resultado contrario: así, “en lugar de propiciar la vida”, el partero se convierte “en comadrón para la muerte” (118); y para el docente puente o escalera, el riesgo despunta en que olvide su condición mediática y se erija como fin (121).
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